miércoles, 1 de noviembre de 2017

Lenin. Por qué nos sirve todavía


"Las tareas de la juventud en general y de las Uniones de Juventudes Comunistas y otras organizaciones en particular, podrían definirse en una sola palabra: aprender"
Vladimir Ilich Uliánov, Lenin (Tareas de las Juventudes Comunistas, 1920)

Leer a Lenin puede resultar realmente entretenido, pues es relativamente accesible para ser marxista y asombrosamente fresco para ser más que centenario. Además, su incombustible fervor por adentrarse en retóricas lides con mencheviques, social-revolucionarios, anarquistas y reformistas varios, sin perder ni el respeto personal ni la intención de rehuir la confrontación de ideas y proyectos con camaradas y no tan camaradas, otorga a sus textos una indiscutible carga libidinal. Dicho esto, también es tarea complicada tratar de estructurar el pensamiento político de un hombre que llevaba hasta el extremo el principio de establecer el “análisis concreto de la situación concreta”. Leyéndolo en distintas épocas, puede parecer que el dirigente ruso defendía una cosa y su contraria, ya que su máxima fue siempre buscar la manera de hacer prosperar la revolución.

En Un libro rojo para Lenin, Roque Dalton señala con acierto que “hay muchos Lenin”. En momentos de ferviente agitación, reivindicó todo el poder para los soviets. Cuando tocaba replegarse, pasó a la guerra de posiciones. Lenin dedicó una vida entera a la revolución, sin más fórmula que la del cambio constante de táctica, utilizando herramientas legales e ilegales para la consecución del poder, fuera parlamentando en la Duma zarista o conspirando desde el exilio. No es posible encontrar en su obra una teoría metafísica válida para cualquier tiempo y lugar, ya que fue elaborando subcategorías al calor de la lucha de clases. Por ello, quizás la mejor forma de exponer su filosofía sea una diferenciada concatenación de temas, escritos y conceptos centrales de su obra, enriquecedor en múltiples facetas del trabajo con el que Marx y Engels empezaran a asentar esa herramienta para la revolución que es el pensamiento marxista.

Imperialismo, fase superior del capitalismo
En 1916, a tenor de una guerra de rapiña entre distintas potencias imperiales, ve la luz esta obra con la que Lenin iba a esbozar la idiosincrasia de una última –“última” porque en el ruso original el título del libro rezaba “fase suprema”, y no “superior”- etapa en el devenir del modo de producción capitalista. A principios de Siglo XX, se había empezado a percibir un nuevo panorama, superador del originario capitalismo mercantil de librecambio y del capitalismo industrial. Esta naciente fase vendría marcada por cuatro puntos que perfectamente podemos reconocer el statu quo de nuestro Orden Mundial cien años después:

En primer lugar, una tendencia hacia el monopolio, a través de los cárteles o acuerdos puntuales de compraventa entre grandes empresas con individualidad administrativa, que vieron su nacimiento en Alemania. Posteriormente, estas asociaciones adquirirían un nuevo nivel de concentración más profundo, basado en fusiones y absorciones conocidas como trusts. A principios del siglo pasado, cada vez eran menos las organizaciones que dominaban la producción de mercancías: la voluntad individual de los capitalistas y el hoy sacrosanto espíritu entrepeneur cedían progresivamente ante un nuevo régimen de propiedad más socializado. Aunque la apropiación continuaba siendo privada y burguesa, aunque seguía existiendo rivalidad entre grandes empresas, la producción global había pasado a ser social, lo que daba una pista de que el modo de producción económica podría estar avanzando de manera natural hacia formas más controladas y organizadas. Quizás pecando de un excesivo determinismo en su diagnóstico, Lenin entendía que el capitalismo estaba necesariamente “preñado” de socialismo, y que esta fase imperialista, pese a agudizar en un principio los niveles de desigualdad entre clases, estaría insinuándolo.

Otro rasgo de esta fase superior del capitalismo es la creación del capital financiero, al fusionarse el capital bancario y el industrial. Conviene no confundir los términos “bancario” y “financiero”, ya que mientras el primero representa las transacciones y el tráfico dinerario entre público y empresas, la emergencia del segundo supone un salto cualitativo en el dominio del poder de las finanzas sobre la economía productiva. Así, la exportación de capitales -tercer elemento- pasa a adquirir una mayor importancia respecto a la libre circulación de mercancías, lo cual facilita la entrada en los países subdesarrollados y su explotación por las grandes potencias económicas, políticas y militares. El capital se concentra y centraliza entre grandes conglomerados transnacionales cuya preponderancia trasciende lo económico y pasa a controlar el poder político (Estado, ejército y parlamento) que garantizará, mediante represión, favores, precios y monopolios regalados, rescates e incluso guerras, si es preciso, el cuarto rasgo distintivo de esta fase imperialista: el reparto del mundo entre las finanzas y las multinacionales.

Un siglo después, leer esta obra resulta sorprendentemente clarividente. Mientras Kautsky y otros socialdemócratas indicaban que el desarrollo de las fuerzas productivas había llevado a la posibilidad de un conglomerado político-económico único y global donde no habría crisis cíclicas, conflictos ni necesidad de procesos rupturistas con el viejo régimen, Lenin alertaba sobre la inevitabilidad de las guerras de rapiña dentro del capitalismo imperialista. Esta mirada internacionalista, este enfoque de interdependencia, no sólo continúa gozando de indiscutible frescura, sino que pone de manifiesto que el desarrollo desigual de los Estados es innegociable en el capitalismo, por lo cual es imposible que el socialismo triunfe simultáneamente en todos los países. De ahí la influencia histórica de esta obra en múltiples movimientos y pensadores de Asia, América Latina y el tercer mundo, que tuvieron que pensar y organizar sus respectivas revoluciones desde el lado pobre del mundo globalizado.


Lenin, ojeando el Pravda
El Estado y la revolución.
Lenin escribe esta accesible obra al calor del nacimiento de la Revolución Rusa y de las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. En ella, analiza la teoría marxista básica del Estado a través de Engels y se enfrenta a las tergiversaciones de Kautsky y su séquito de la II Internacional, además de señalar los primeros obstáculos que se presentarían a la construcción del Estado soviético. La tesis principal que podemos substraer del texto es que el aparato estatal surge como una consecuencia inevitable de la existencia de clases con intereses antagónicos e irreconciliables. Hay Estado porque es necesario un ente situado por encima de la sociedad, que a su vez se aleja cada vez más de ella. En la interpretación de este último punto se produce uno de los cismas fundamentales entre las diversas corrientes de izquierda a principios de siglo pasado, una de las causas de la separación del movimiento comunista de la época y de la creación de la III Internacional. Donde los marxistas clásicos, liderados por Lenin, veían un instrumento de represión mediante el cual la clase económicamente dominante se convierte en la clase políticamente dominante -o, como decía Marx, el consejo de administración de los intereses de la burguesía-, la socialdemocracia percibía una herramienta mediante la cual los desposeídos podían liberarse, si no un órgano de conciliación entre clases.

Estas corrientes entendían que las instituciones públicas gozaban de un carácter dual y relacional entre opresores y oprimidos, por lo que estos últimos podían aspirar a la toma del poder mediante la negociación y la batalla de ideas. Lo que en términos gramscianos se conoce como “guerra de posiciones” puede parecer un justificado repliegue o la única salida posible en los países occidentales, con asentadas democracias burguesas y parlamentarias, pero no es lo que Lenin sentía como la vía a la revolución en una Rusia feudal, sin ningún atisbo de sociedad civil y con una clase dominante cuyo poder se cimentaba exclusivamente en la represión, sin ninguna necesidad de crear consenso. Para Lenin no hay parlamentarismo posible; de hecho, la república democrática no sería sino la “mejor envoltura política” posible para el capitalismo.

Este debate entre reforma o ruptura para la toma del poder estatal sigue gozando de rabiosa actualidad un siglo después. Autores posmarxistas como Laclau, Poulantzas, Chantal Mouffe, de indiscutible influencia en los partidos de izquierda contemporáneos, han continuado la senda reformista obviando la transformación política en detrimento de la disputa por los relatos y la construcción de sentido. La historia no parece darles la razón, ya que no se conoce revolución victoriosa que haya eludido la confrontación directa, y no sólo ideológica, con la burguesía. Transformar la sociedad exclusivamente desde la lucha parlamentaria sigue siendo utópico. Sin embargo, lo que hoy parece reinar en el discurso de los movimientos emancipadores es un pesimismo resignado a la simple gestión del capitalismo agarrotada por los sagrados límites del libre mercado y la sumisión a los EE.UU., la UE y la OTAN. Y si bien parece que no hay vía a la revolución a corto y medio plazo, convendría entender que esta derrota es más ideológica que política, y que esa perenne excusa para la inacción que es la “desfavorable correlación de fuerzas” nunca es irreversible. Es necesario analizar las particularidades de las democracias parlamentarias occidentales, pero sin eludir, como alertaba Manuel Sacristán a los eurocomunistas, la “reafirmación de la voluntad revolucionaria”, para que ese repliegue sea una legítima táctica a la espera de condiciones más favorables para una nueva ofensiva y no un síntoma de una irreversible involución hacia el reformismo.

Volviendo al pensador ruso, encontramos que, una vez tomado el poder, a la clase obrera se le presentan dos fases históricas hacia la consecución del ideal comunista: en primer lugar, la dictadura del proletariado, una etapa de destrucción del aparato estatal, conquista de los medios de producción y la represión sobre las viejas capas poseedoras, que nunca dejan de intentar recuperar sus privilegios. A continuación, una segunda etapa de progresiva extinción -y no destrucción, importante matiz- del Estado socialista, que pierde toda razón de ser al terminar la existencia de clases. Al no haber explotación del hombre por el hombre, al no haber grupos que vivan a costa del trabajo ajeno, el gobierno sobre las personas es sustituido por la simple administración de las cosas. Esta empresa sería evidentemente gradual, no inmediata, pero en El Estado y la revolución se siente un sincerísimo optimismo en Lenin respecto a la posibilidad de construir el socialismo con hombres y mujeres de la época. Con la organización de la economía nacional, inspectores y contables, la revolución podía darse a través de “funciones plenamente accesibles al nivel de desarrollo de los habitantes de las ciudades y perfectamente desempeñadas por obreros”. Esta confianza ciega en los sectores más subalternos de la sociedad simboliza a la perfección la pasión que profesaba Vladimir Ulianov por la democracia proletaria.

Partido y centralismo democrático
En una época en la que el adanismo político rinde culto a la horizontalidad y al pluralismo, donde la autoproclamada “nueva política” sentencia que todo ejercicio de poder está condenado a la burocratización, en la que décadas de propaganda han establecido con éxito un imaginario colectivo que equipara marxismo y totalitarismo, defender el centralismo democrático se presenta una empresa harto complicada. Sin embargo, conviene volver a estudiar lo que Lenin entendía como la mejor manera de organizar y dirigir un partido revolucionario, y la importancia que concedía aquél a este como vanguardia del proletariado. Para evitar lecturas interesadas y vagas del centralismo democrático que puedan llevarnos a concluir que éste peca de paternalismo y verticalismo, conviene concebir al Partido Comunista como un órgano de lucha y no de debate, como un instrumento mediante el cual las personas pasan a convertirse en células de una forma de organización superior con la que obtengan una mayor capacidad de negociación y constituir así un contrapoder que facilite la consecución de sus objetivos.

Una vez entendamos al partido como un ente de acción, entender los principales rasgos del centralismo democrático resulta más sencillo. Entre ellos, encontramos el carácter revocable de todos los puestos de responsabilidad política y la obligatoria rendición de cuentas de los elegidos ante los electores y superiores, un sistema de crítica y autocrítica dentro del partido, así como la subordinación de la minoría a la mayoría y de los órganos inferiores a los superiores. Esto último no exime a los sectores minoritarios del derecho a discernir ni a proponer distintas perspectivas respecto a la ideología y a la praxis del partido en el seno del mismo, pero es crucial que las decisiones elegidas se respeten de puertas para fuera. Según la concepción leninista, la publicidad de divisiones internas dentro del partido son síntoma de debilidad, no de pluralismo.

Marx y Engels sentaron las bases de un socialismo científico superador de las idealistas concepciones utópicas de los Fourier, Owen, Saint-Simon y demás pensadores surgidos de la Ilustración, que confiaban en que el poder de la razón garantizaría una armoniosa transición hacia la abolición de las clases sin conflicto entre estas. La grandeza de Lenin radica principalmente en haber enriquecido y materializado el socialismo científico a través del boceto que esboza sobre el papel del Partido como guía del proletariado hacia la revolución. El Partido conduce a las masas, pero no las reemplaza. De ahí el papel de la crítica y la comunicación de abajo a arriba y viceversa, de ahí la importancia de no caer en elitismos paternalistas. No obstante, el pensador soviético creía firmemente en la necesidad de que las militantes más adelantadas, con mayor iniciativa, capacidad de trabajo y formación política fueran quienes tomaran una posición preponderante. Lenin no ve al pueblo como un ente ignorante al que hay que explicar y teledirigir, pero tampoco cree en una horizontalidad absoluta con aversión al más mínimo vestigio de autoridad. La revolución es con las masas, pero siempre dirigida por una vanguardia formada y organizada.


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Lenin, en la Asamblea Constituyente Rusa 
Autodeterminación
Como ciudadano de un país de indiscutible diversidad nacional, Lenin nuca eludió la cuestión del derecho de los pueblos a la autodeterminación, que definía en última instancia como la “formación de un Estado propio”. Frente a Rosa Luxemburgo y otros pensadores marxistas que rechazaban los movimientos separatistas al considerarlos vicios pequeñoburgueses que despistaban la lucha de clases -postura no necesariamente muerta hoy en día, como ha venido a demostrar el conflicto catalán-, Lenin comprendía el derecho a la independencia como un equivalente a la libertad de separación y divorcio entre individuos.

En su escrito El derecho de las naciones a la autodeterminación¸ que, según cuentan, emocionó a Ho Chi Minh, el político ruso diferenciaba dos fases del capitalismo en torno al devenir de los movimientos nacionales: una primera época marcada por la caída del viejo orden feudal, en la que despertaron los movimientos de liberación nacional de masas, a los que se incorporó el campesinado; y una segunda etapa -en la que nos encontraríamos-, con una economía de mercado y una democracia burguesa ya consolidadas en los principales países europeos, donde el conflicto entre capital y trabajo habría alcanzado ya insostenibles cotas de antagonismo.

Rosa Luxemburgo y otros socialdemócratas europeos justificaban su rechazo a la autodeterminación alegando que la independencia nacional no soliviantaría los problemas nacidos de la dependencia económica de la fase imperialista. Lenin, sabedor de que la propia Rusia y otros grandes Estados también eran lánguidos lacayos del opulento poder financiero, no vacilaba en apoyar la lucha de las naciones oprimidas, incluso a través de alianzas tácticas -y no exentas de contradicciones- con sus respectivas burguesías.

Sin teoría revolucionaria, no hay práctica revolucionaria
Un chiste de Slavoj Zizek sitúa a Marx, Engels y Lenin ante una hipotética disyuntiva entre esposa y amante. Marx, como -cínico- defensor del matrimonio monógamo tradicional, elige a la primera, mientras que Engels, hijo de familia burguesa educado en costumbres más liberales, se decanta por los favores de una compañera extramatrimonial. Lenin, según la historia del filósofo esloveno, opta por quedarse con ambas, lo cual provoca el asombro de la audiencia, dado el carácter reaccionario del ruso respecto a la sexualidad. La explicación es que, mediante la bigamia, Lenin podría dedicarse enteramente al estudio, pudiendo decir a su mujer que está con la amante y viceversa.

Cuenta otra leyenda que, en medio de la Primera Guerra Mundial, el revolucionario ruso pasó prácticamente dos años encerrado en una biblioteca de Berna estudiando a Hegel. El resultado de su Resumen de la Lógica del padre de la dialéctica fue sustento de todas sus obras posteriores, pero lo realmente valioso de la anécdota es que simboliza, al igual que el chiste de Zizek, la innegociable importancia que Lenin otorgaba al estudio y a la formación. En un momento en el que el planeta volaba por los aires, en el que se presentaba la etapa imperial del capitalismo, en el que el movimiento marxista se enfrentaba a un cisma sin precedentes, había que leer y encontrar una nueva forma de interpretar el mundo. No obstante, como bien decía Marx en su Tesis 11 sobre Feuerbach, no basta con interpretar el mundo: se trata de transformarlo. Lenin era consciente de que había que aprender y estudiar, pero siempre con la condición de instrumentalizar ese conocimiento para la emancipación política, algo que parece haber obviado el marxismo posterior a la Segunda Guerra Mundial.

En Consideraciones sobre el marxismo occidental, Perry Anderson distingue la escuela clásica -en la que sitúa a Plejanov, Lenin, Luxemburgo, Bujarin, Trotsky…-; una segunda tradición que enlaza esa primera hornada con el llamado marxismo occidental, formada por Gramsci, Lukács y Karl Korsch; y, finalmente, una suerte de etapa posmarxista en la que la filosofía de la praxis se convierte definitivamente en un objeto de estudio académico abandonando toda voluntad rupturista, en la que podemos destacar a Adorno, Horkheimer, Marcuse o Althusser, entre otros. A partir de mediados del siglo pasado, el paradigma de revolucionario abandona la militancia para recalar en las universidades, escribiendo e impartiendo interesantísimas ponencias sobre cultura y hegemonía, pero con una incapacidad total para formar nada parecido a un contrapoder. Lenin y sus coetáne@s representaron lo contrario, el intelectual como dirigente político y viceversa, el estudio como sirviente del pueblo. De ahí la necesidad de entender e integrar en nuestro día a día esa simbiosis entre teoría y práctica que conforma, seguramente, la más majestuosa de todas las enseñanzas del soviético.



Un populista en Petrogrado
En un país copado de vociferantes y cuñadas tertulias politiqueras, siempre se utiliza el vocablo populista como un significante apto para el insulto, fácilmente relacionable con el término demagogo. Sin embargo, en se trata de una práctica discursiva inherente a toda sensibilidad política, basada en la construcción retórica y simbólica de un sujeto -un nosotros, comúnmente formado por sectores subalternos y ajenos al poder institucional- mediante una negatividad fundante -un ellos, casi siempre representado por élites y defensores y reproductores del orden existente-. Así, si hablamos de política, ser populista no es algo peyorativo: es inevitable. Cómo construyamos ese nosotros, a quién señale nuestro dedo para presentar el ellos, es lo que delatará el carácter reaccionario o progresista de nuestro discurso, pero esa intención de articular diferentes grupos sociales en un nuevo interés general va a estar allí en cualquier lado del espectro político. Un populista de izquierdas presentará su we the people mediante la impugnación de los poderes económicos y sus capataces políticos, mientras que un populista de derechas construirá su relato culpando de la crisis a los judíos, los inmigrantes, ETA o Venezuela.

Lenin comprendía como nadie que el populismo está presente per se en política, como un latinismo forzado en cualquiera de mis textos. Firme creyente de que, para una comunicación eficaz, lo importante “no es tener razón, sino tener razón en el momento oportuno”, compaginó un sofisticado estudio académico de las ciencias sociales con un estilo directo y accesible. Lenin escribía sobre materialismo histórico, economía marxista y empirocriticismo, pero fue el proclamar “Pan, paz y tierra” en un contexto de hambre, guerra mundial y urgencia de articulación de obreros y campesinos lo que convirtió su proyecto político en exitoso. En cuanto a la construcción del nosotros en el populismo leninista, ese sujeto político no puede ser otro que el proletariado y las capas más subalternas del campo. Como marxista clásico, Lenin sostiene que la opresión fundamental, que vertebra a todas las demás, es la de clase, que viene determinada por la posición objetiva del individuo respecto a los medios de producción.

Por otra parte, el de Lenin es un populismo antagonista, en el cual la política es en última instancia batalla por el poder entre colectivos con intereses irreconciliables y la resolución total del conflicto sólo es posible mediante la eliminación y derrota total del adversario político -en este caso, la burguesía explotadora-. En esto último, el discurso de Lenin difiere totalmente con el nuevo populismo de, por ejemplo, Chantal Mouffe, que vendría a ser agonista, entendiendo la política como la confrontación de ideas entre adversarios que reconocen al otro la legitimidad de su existencia en un marco -la democracia y el Estado de derecho- que, supuestamente, garantiza que las reglas del juego se vayan a cumplir sin injerencias autoritarias y arbitrarias.

Como conclusión a este apasionante viaje por la vida y obra de una de las mentes más importantes de la historia reciente, no cabe sino apelar al estudio de Lenin frente a los posters, las estatuas, los avatares de Twitter y los mausoleos. “¡Qué necesario es el rock n roll! ¡Qué prescindible el cuero!”, canta Fito para destacar la esencia sobre la apariencia, la autenticidad de una identidad frente al postureo. Mutatis mutandi, no se me ocurre mejor forma de expresar el mejor homenaje que los y las comunistas podamos hacer a ese prodigioso marxista cuyas ímprobas reflexiones todavía nos sirven para interpretar y transformar el mundo: rendir culto a sus escritos y a su ejemplo, no a su persona.

12 comentarios:

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